Un martes cada quince días, Fabiola viene a casa y, con sus manos mágicas, deja cada cuarto reluciente, con olorcito delicioso, parece como si limpiara hasta el mismísimo aire, dejándolo fresco, límpido y transparente. Ella levanta sillas, enrolla tapetes, plumerea muebles, sacude almohadones y aspira pisos, mientras su presencia bonachona, dicharachera y alegre le pone sonido a mis concentradas tardes frente a la computadora.
Tiene un semblante de madraza protectora que, estando tan lejos de mi propia mamá y en un país donde una tiene que ser 100% autosuficiente, me hace sentir consentida, escuchada, querida.