miércoles, 7 de octubre de 2009

El delantal de Carlitos

Unos ojos buenos en una cara de abuelo adorable es lo poco que recuerdo de la fisonomía de Carlitos. Recuerdo mucho más de su interior, vasto y rico, un alma sibarita y una vida muy bien vivida.

Lo vi una sola vez, yo estrenando mi vida con el Negro en un ínfimo departamentito de The Roads, la noche que vino a cenar un improvisado pollo a la aceituna con su esposa Angelita, hace más de ocho años atrás.

Carlitos y yo nos apartamos del resto a hablar de mi libro recién publicado, de Literatura, de mis proyectos, de su propia historia, de su amor por la cocina y sus hábitos gourmet. Recuerdo una charla tibia y una confortable sensación de haber conocido esa alma mansa muchísimo tiempo atrás.

A las pocas semanas nos mudamos al que fuera su departamento de vacaciones en Key Biscayne. Carlitos y Angelita habían decidido regresar a Buenos Aires. Allí, fui conociéndolo a través de los muebles y objetos que nos dejó en el departamento. Un gran escritorio negro, unas sillas de director forradas en lona cruda que aún viven en el living de mi casa actual, una caja llena de libros, frascos de conservas gourmet y lo que más me llamó la atención, un delantal blanco y una gorra de chef.

El Negro me contó acerca de las cenas apoteósicas que preparaba Carlitos, del cuidado en la selección de los ingredientes, del amor que vertía como un condimento más en cada cacerola y del sabor inigualable de sus creaciones. Yo me lo imaginaba en esa misma cocina en la que yo daba mis primeros pasos ensayando una y otra receta, tal vez con el mismo amor que Carlitos, pero con muchísima menos habilidad.

Al poco tiempo, nos enteramos que Carlitos había fallecido en Buenos Aires. A pesar de haberlo visto sólo una vez, la noticia llenó mi espíritu de una bruma gris. Un luto discreto y sereno flotó en el aire de mi cocina, refugiándose en los frascos vacíos del estante, aquellos que antes habían albergado las especias y condimentos de Carlitos.

Una noche, preparando una cena de San Valentín, me encontré con su delantal blanco y el imponente gorro de cocinero en un cajón. Los saqué, los desdoblé y los estudié como si fueran una especie de reliquia. Vacilante, con el miedo de quien duda ante un acto sacrílego, me colgué el delantal y ajusté con una horquilla el sombrero demasiado grande para mi cabeza.

No sé qué clase de magia explotó en la cocina, pero desde las ollas comenzaron a escaparse vapores embriagadores, los ingredientes de los platos se mezclaron en una alquimia inexplicable y yo me creí flotar extrañamente en un universo de cacerolas y cucharones, que manejaba con una maestría inusual. Sentí a Carlitos muy cerca, cocinando conmigo esos platos que no tuve la oportunidad de probar, poniendo más sal aquí, un toque de pimienta allá, un poco menos de fuego en esa salsa y un toquecito de aceite de oliva en estas espinacas.

Carlitos, si me escuchas desde donde estés, quiero decirte que cada vez que cocino para una ocasión especial, tu delantal y tu sombrero me acompañan y me inspiran a preparar la más deliciosa de las cenas. Y fluyo entre vapores y sabores con la misma pasión y el mismo amor que vos ponías al preparar las tuyas.

Me hubiese encantado probar tus recetas, pero sé que cada vez que cocino con tu delantal, una pizquita de tu sazón se cuela entre mis cacerolas, y hace que los platos salgan increíblemente deliciosos para una cocinera improvisada y amateur, cuyo único secreto no es otro que amar entrañablemente la cocina y el buen comer… Como vos.

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