viernes, 23 de julio de 2010

Un cuento para mamá

“Para Gris, por creer en mí desde el momento en que todo comenzó”, rezaba la dedicatoria en la primera página del libro.

Mientras cerraba el horno en el que acababa de dejar un flan de vainilla, Gris escuchó los pasos de Verónica. Se dio vuelta y la vio venir a los saltitos. El cabello recogido en dos colitas alrededor de una cara de manzana y unos ojos por los que se le escapaba la excitación. 
-Mirá, mami, mirá lo que escribí.
Desdobló la hoja de papel y su voz de nueve años empezó a desovillar una historia:


-Me desperté temblando. Había soñado que el colegio era un jardín enorme en el que Daniela y yo…
Cuando terminó, Gris la abrazó fuerte, movida por el orgullo de mamá. Verónica se pasaba horas en su habitación escribiendo hojas que después le leía solemnemente. Gris ya se había acostumbrado a cocinar, planchar ropa, acomodar la casa, con los cuentos de Verónica como musiquita de fondo.
-La señorita Gloria me dijo que puedo ganar el concurso de cuentos de la provincia-, contaba entusiasmada-. ¿Vos qué pensás, ma?
-No me cabe duda que vas a ganar-, le contestó, convencida de que así sería.
-¿Sabés una cosa? Cuando yo sea grande voy a ser escritora. Y voy a escribir libros. Muchos libros. Y voy a firmar autógrafos. Y la gente se va a emocionar con mis historias… ¿Y sabés qué?
 -¿Qué, mi amor?- preguntó Gris, maravillada ante su determinación, demasiado adulta para una niñita de su edad.
-Que mi primer libro va a estar dedicado a vos. Y vos vas a ser la mamá más orgullosa de Argentina, de América, del Planeta Tierra, del Universo…
Verónica ganó el concurso de la provincia, y el de la biblioteca popular, y el de la Municipalidad y mucho más tarde el de colegios secundarios… Año a año, Gris seguía encontrando la puerta de la habitación cerrada tras una Verónica que deambulaba por fantásticos mundos imaginarios. Una puerta que, cada vez que se abría, le abría a Gris una nueva historia y una nueva promesa: “Te voy a dedicar el primer libro que publique”.
Y Gris le creía, porque como toda madre, creía en el talento de su hija, pero más que nada, creía en su pasión.


Era septiembre luciendo como un muchachito atildado una de sus mejores noches. El aire liviano, la temperatura, la brisa, recreaban un clima onírico, casi sobrenatural, en los jardines de la Casa de la Cultura de Paraguay. Uno de los escritores terminó de presentar mi libro a una concurrencia silenciosa, por la que se esparcía una magia serena. Mi sueño, mi regalo a mí misma a poco de cumplir 30 años. Era también un gran logro. Me puse de pie y fui hacia el atril. Hablé con una pasión visceral, durante 10 minutos, sin siquiera escuchar lo que decía, porque la que se expresaba era mi alma. Yo sólo sentía cómo mis palabras calaban en ese público hipnotizado.
Y de repente, encontré esos ojos. Los de siempre. Los mismos que me miraban leer mis historias en la cocina de mi pueblo en Argentina, tantos años atrás. Los que se emocionaban con cada concurso que ganaba, los que me animaban, llenos de fe, llenos de aliento, a correr detrás de mi sueño.
Entonces, después de unos pocos agradecimientos, concluí:
-Y finalmente quiero contarles que esta noche tiene un origen. Se remonta a más de 20 años atrás, el día que le dije a Gris, esa maravillosa mujer que es mi mamá: “Cuando sea grande, voy a escribir un libro, lo voy a publicar y te lo voy a dedicar a vos”.
Tomé un ejemplar, y con la misma mirada cómplice de mi niñez, agregué:
-Acá está, mami. Es para vos.

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