viernes, 27 de septiembre de 2013

Tía… ¡ ya no me gusta Gaturro!

Al no haber tenido hijos propios, mis sobrinos son como si lo fueran, y ese amor irracional, gigante como el mundo, inexplicable, va enterito para ellos dos. Desde que nació Paula hace casi 13 años, me siento conectada a ella a través de una energía invisible que trasciende las palabras. 


Puedo decir que he vivido de cerca todos y cada uno de sus grandes momentos, a pesar de la distancia que nos separa.  Sus primeras palabras balbuceadas, las canciones del jardín, su primer viaje en avión (nunca me voy a olvidar el tamaño de sus ojos, mirando por la ventanilla mientras despegábamos), su faceta de bailarina clásica cuando tendría cuatro o cinco años, sus logros como nadadora, que me siguen inflando el ego con cada competencia que gana, y ahora, cultivando su amor por la palabra escrita, al igual que yo cuando tenía su edad.

Paula es mi chiquitina, desde que era una bebé preciosa, naricita de poroto (de allí que para mí siempre será mi Porota), mofletes de sol y tibio cuerpecito; hasta hoy, que calza 39, se pinta las uñas con los esmaltes de mi mamá, y pronto me llevará media cabeza. 

Por eso, regalarle las cosas que le encantan y malcriarla todo lo que se me dé la gana es uno de mis mayores placeres cada vez que voy a visitarla.  ¿Lo que más disfruté? La época en que Paula quería ser una Barbie Princesa de Disney. No sólo por el orgullo de verla tan hermosa en esos vestidos llenos de tules y de brillos, sino porque a quién de nosotras no nos gustaría ser un poco Aurora, Cenicienta o Blancanieves, o una Barbie Girl. ¡Qué maravilla entrar a una juguetería y perderse en ese universo de muñecas perfectas!



Pero la época de Barbie y de las princesas pasó, y cuando Porota declaró abiertamente que “los vestidos de princesa y las Barbies son un horror”, confieso que el corazón se me encogió. No sólo porque me encantaba sino por una realidad que no terminaba de aceptar: mi bebé nariz de poroto estaba creciendo. Así fue como el color rosa dejó de ser su favorito y en lugar de él, de un día para el otro, lo máximo era el fucsia y (auxilio) ¡el negro!



Por suerte los peluches seguían siendo su gran amor, y compartían su predilección con Hannah Montana, los Jonas Brothers y Selena Gómez. Y por supuesto, con Gaturro, cuyos libros, revistas y stickers atiborraban su cuarto, la casa de ella y la de mi mamá, el auto de sus padres y el de su abuelo, y hasta una de mis cámaras de fotos, decorada por años con un Gaturro pegado por ella, que despertaba la curiosidad de todo el mundo y la frustración de mi marido. 

 El tiempo fue pasando y vino Fergie y los Black Eye Pees, y más tarde, su devoción por la lectura de cuanto libro cayera en sus manos. 

 

Fue así que ayer me llegó por email una oferta de Amazon, con una edición exclusiva para Kindle de libros de Gaturro. Yo, sonrisa de oreja a oreja, con la candidez de quien no se da cuenta cuánto tiempo pasó, inmediatamente pensé en Porota. Le escribí un email preguntándole cuáles quería, para comprárselos y mandárselos al Kindle de su mamá.

Cuando a la tarde veo su nombre en mi inbox, mi corazón latía de la emoción, pensando que me encontraría con los títulos de los libros, y unas palabras teñidas de su alegría. Pero el contenido del email me shockeó: “Gracias tía, ya los leí. Además, ya no me gusta Gaturro”.

Me shockeó porque en esas pocas palabras, comprendí que, con Gaturro olvidado y relegado al baúl de “los grandes bochornos del pasado de toda adolescente cool”, mi chiquitina había dejado de ser, definitivamente, esa bebé mofletes de sol y nariz de poroto, para pasar a ser una bella, bellísima mujercita, a la que nunca dejaré de amar y de sentir, al igual que a su hermanito Enzo, como los hijos que nunca tendré. 



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